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La ciudad desde la calma

la ciudad en calma
Plaza la Estrella. Caracas. 1952

Por María Correnti

 

No me había dado cuenta de que tres elementos han rodeado mi vida con persistencia en la ciudad de Caracas: el café, los toponímicos religiosos en las áreas geográficas y el elemento más importante de la naturaleza que sostiene la vida en el planeta: el Sol. Aún me pregunto por qué he desarrollado mi existencia y logros en urbanizaciones ligadas a los santos, astros y constelaciones, y a las viejas haciendas de café.

Mis recuerdos se trasladan a San Bernardino, una urbanización dormida al pie de la montaña El Ávila, apostada muy cerca del centro de la ciudad, entre San José al oeste, la Candelaria al sur y el barrio Sarría al este. Era una zona muy ligada a la comunidad judía por la existencia de la Unión Israelita de Caracas, con una gran Sinagoga, construida en 1961 en la Av. Washington, el Colegio Moral y Luces, “HerzlBialik” en la avenida Agustín Codazzi, edificios y majestuosas quintas con jardines internos.

Yo habitaba en un edificio de tres pisos sin ascensor, ubicado cerca de la plaza Estrella. Desde allí recorrí sus calles con un cargamento de sueños, ansias de conocimientos y aventuras extraídas de libros y películas que flotaban en mi imaginario.

La urbanización San Bernardino acostada al norte de la ciudad fue construida en la década de los cuarenta. Los nombres de calles y estructuras todavía se conservan originales, con algunas modificaciones y remodelaciones. Al volver a pisar los lugares, me busco y me reconozco en mi memoria, no permito que se vacíe o queden enmudecidas las vivencias acopladas al camino recorrido en esa juventud sin límites.

Las calles de San Bernardino se vierten como un rio en su parte sur, hacia la Av. Andrés Bello y la Av. Urdaneta contando con las bondades de la cercanía de la parroquia la Candelaria. Allí la gente disfruta de mezclas de costumbres y tradiciones gastronómicas importadas por las distintas poblaciones de inmigrantes. La Casa de Italia al otro lado de la Av. Urdaneta, con algunas obras de arte internas y externas, sitio de bodas, reuniones y almuerzos; en su mesa la sabrosa gastronomía italiana, para disfrute de los ejecutivos y médicos de la zona. Hoy está oculta por el gran desarrollo del centro comercial Sambil, que nunca alcanzó sus aspiraciones de triunfo sobre los restaurantes típicos, tascas y pequeños negocios multivariados de la Candelaria.

La urbanización orientada a la actividad médica, en ese entonces, contaba con almenos cinco grandes centros de salud: el Hospital de Niños JM de Los Ríos, creado en 1958 en la Av. Vollmer, el Instituto Diagnóstico, y la Clínica Santa Ana, ambos en la avenida Anauco, el Instituto de Otorrinolaringología y el Centro Médico de Caracas, este último ubicado en la Av. Eraso; plaza el Estanque creado en el año 1942. En la actualidad toda la urbanización está abarrotada con más centros de salud.

la ciudad en calma

Avenida Sucre – Urbanización San Bernardino. Foto: Cuéntame Caracas

Indudablemente, mis actividades y mi vida giraban en torno al área de salud, aunque yo no estaba muy consciente de ello. Lo que me lleva a asociar esta urbanización con mi transformación de estudiante a proveedora, transitando mis primeras incursiones de trabajo. Así pude sostener los estudios de bachillerato y, posteriormente, de la universidad, cuando mi papá tuvo que soltar la carga familiar debido a las circunstancias de la enfermedad que lo abatió.

Mis inexpertos primeros pasos laborales me llevaron al Instituto de Otorrinolaringología –cargo de recepcionista en un consultorio médico–. Recuerdo que bajaba la escalera del edificio donde habitaba y caminaba hasta el Instituto para cubrir la jornada de trabajo y luego salir apresurada a las clases. Recorría las estrechas aceras ataviadas con la moda al día, que mi mamá se encargaba de mantener cosiendo y tejiendo para mí como si fuera su figurín de carne y hueso.

En esa neófita incursión laboral, un halo de palidez salpicaba mi rostro, mientras los nervios flotaban como nubes y me humedecían las manos. Los primeros días de trabajo sufrí cambios de entonaciones, mi voz trastabillaba y el temblor contagiaba el cable telefónico. Pronto alcancé el equilibrio y recibí halagos, por la dulzura y buen trato que les brindaba a los pacientes. Con esa visión de joven con responsabilidad de adulta, me propuse buscar un nuevo trabajo con mejor remuneración. Me inscribí en un curso de inglés en el English-Lab, lo que sumado a la destreza en el uso de la máquina de escribir Olivetti, regalo de papá en mi cumpleaños, me abriría otras fronteras. Ya me imaginaba autónoma, colaborando con los gastos y medicinas que se necesitaban en casa.

Ubicada lateralmente a dicho Instituto se encontraba -y todavía existe- el pequeño local de la Pastelería La Suiza, “Cafetería desde 1965” tal como dice el cartel en la fachada, con su colección de dulces únicos en su presentación y exquisitez. No se necesitaba hacer publicidad para atraer a los catadores: el aroma que se escapaba por la puerta inundaba toda la cuadra, llegaba hasta la pequeña iglesia cercana y a los consultorios. Era una campana que aturdía los sentidos, tenía color y forma. Los pequeños conos de chocolate negro rellenos de delicada crema blanca, mis preferidos, se deshacían en la boca. Difícilmente podía detenerme y consumir un solo dulce, las minimilhojas con crema pastelera, las medialunas de mazapán cubiertas de almendras exfoliadas, y mucho más. Creo no falsear si digo que, en el corto tiempo que permanecí en esa institución, no logré probarlos todos.

En la actualidad, cada vez que regreso a San Bernardino me acerco a esa pastelería salivando en cascada. Evoco la pregunta que me hizo una amiga, ¿por qué cuando “premias tus papilas” –así solía decir– con elprimer mordisco, cierras los ojos? Cómo podría explicarle que además de mi cuerpo, ese primer bocado retenido por unos segundos en la boca permeaba mis sentidos y era saboreado por el alma. Es una emoción embebida en los buenos recuerdos y en la bandejita de dulces variados que llevo para el disfrute de mi familia. Hago mis mejores deseos para que la pastelería aún persista a pesar de la encerrona de la pandemia.

El otro innegable espacio que endulzaba el paladar y era sitio de reunión de la muchachada para planificar las salidas vespertinas al cine fue Crema Paraíso, ubicado en la avenida Anauco. Nos reuníamos en la plaza Estrella y llegábamos caminando al sitio en grupo con el desorden, risas, empujones y bromas propias de la juventud. Compartía con compañeros de estudio, unos pocos vecinos de la zona y, en ocasiones, con las novias de turno de mi hermano. Gritábamos alegres: «¡Cada uno de nosotros tiene que pedir un sabor distinto!, así los probamos todos».

Las sabrosas barquillas de helados de vainilla con baño de chocolate o de chocolate con baño de chocolate y capa de maní, para los más golosos, y el elemento agregado: las minúsculas cucharillas de madera, para la “probadita” de los distintos sabores de los helados de los compañeros. El frío intenso que se instalaba en el entrecejo nos advertía sobre la velocidad con que se debe consumir el helado. Era parte del aprendizaje, a veces llegué a pensar que se me estaba abriendo un “tercer ojo”, tal como me lo imaginaba en la lectura del libro homónimo escrito por el monje tibetano Lobsang Rampa, que aparentemente jamás había salido de Inglaterra.

No sé si el disfrutar de los jóvenes en esos tiempos era más simple, o nosotros estábamos más cerca de lo natural y más lejos del silicio.

 

Después coincidieron varias fuerzas cósmicas de sincronía: se me presentó una oportunidad de trabajo en un consultorio de un reconocido galeno del Centro Médico Caracas. Revisando el periódico, leí un aviso en los anuncios clasificados donde aparecía una gran empresa constructora requiriendo personal. Me preparé con mucha expectativa y fui a la entrevista. Recuerdo que había un gran movimiento, ingenieros, arquitectos, electricistas albañiles, obreros etc., hombres jóvenes y no tan jóvenes, entrando y saliendo del establecimiento. Ese día regresé a mi casa con el presentimiento de haber causado buena impresión.

Al día siguiente recibí la notificación de que el dueño de la empresa quería hablar conmigo. Ilusionada acudí a la cita. El jefe me recibió con una gran sonrisa y dijo que aunque me había ido excelente en la prueba y en la entrevista, mi edad era un asunto que podía ponerme en una situación incómoda con algunos «lobos feroces». Me miró con dulzura y añadió que sentía «un deber de abuelo» de protegerme, así que, aunque había decidido no darme el empleo, me recomendó con un familiar médico para un cargo en el Centro Médico de San Bernardino. «Si está de acuerdo, la están esperando para empezar mañana mismo”.

Mi hermano, que me lleva ocho años, me acompañó para hacer un reconocimiento del nuevo sitio de trabajo y del futuro jefe. Esa situación me incomodó mucho, no me parecía sensato llegar a mi primer día de trabajo con un chaperón. Afortunadamente, eso le causó mucha gracia al médico, quien asumió una postura paternal, tanto así que los pacientes le preguntaban: “¿La ‘catirita’ de ojos claros que nos atiende es su hija?”. Durante diez años fue mi papá putativo.

Otra persona que tuvo ese gesto de protección conmigo fue la asistente del médico, que además fungía de enfermera. Era una señora buenamoza que, cuando veía que algún joven paciente me bañaba de cumplidos o me traía chocolate, se aproximaba a mí para ocuparme con la revisión de historias, informes médicos y exámenes de laboratorio; sacándome del espacio con discreción. En ese tiempo yo no entendía de qué o quién se me cuidaba.

 

El Centro Médico, además del edificio principal para hospitalización, tiene un anexo B con la mayoría de los consultorios médicos. La estructura cuenta con uno de los primeros estacionamientos mecánicos de Caracas, que ubica los carros en colmenas. Los dos edificios se conectan por un largo pasillo que va por debajo de la calle. Famosa su fuente de soda por los suculentos “club house”, las merengadas de helado de vainilla y la torta de queso. En sus alrededores se instalaban largas filas de visitadores médicos, con sus fluses azules y grises y corbatas a juego, comunicándose unos con otros como una cadena de hormigas: “¿A qué hora te dijo la ‘secre’ que el doctor nos va a recibir?”. Llevaban a cuestas el maletín lleno de muestras médicas que las farmacéuticas buscaban promocionar. En aquel entonces ese no era un oficio para mujeres.

Al cumplir un mes en el nuevo trabajo, cobré mi sueldo y me fui al pequeño centro comercial ubicado en la plaza Estrella que tenía un automercado CADA, ya desaparecido, y el Banco Mercantil y Agrícola, que en la actualidad suprimió de su nombrela palabra “Agrícola”. Allí abrí mi primera cuenta de ahorro, que todavía conservo como un talismán de buena suerte. Ese acontecimiento impulsó los primeros síntomas de independencia: yo también me había posicionado en el papel de proveedora en el núcleo familiar.

Aprendí pronto a administrar con buen criterio los gastos, siempre dándome la libertad de comprar libros y no perderme las películas del momento que “comprometían mi pensar”: La naranja mecánica de Stanley Kubrick, despertó en mí sentimientos indefinidos; La decisión de Sophie, con Meryl Streep, me dolió muchísimo, Kramer vs. Kramer, con MerylStreep y Dustin Hoffman, fue una reflexión sobre las emociones de las mujeres cuando cruzan el umbral del agobio y la rutina. Y, por supuesto, fui presa de la adicción por StarWars.

En las adyacencias del centro comercial había una línea de carritos por puesto que recorrían todas las calles de la urbanización antes de llegar a las partes más altas, tomando en cuenta los declives topográficos de la zona. Me trasladaba desde la plaza Estrella hasta el Centro Médico, y siempre aprovechaba el trayecto leyendo un libro, recomendado y adquirido en El Círculo de Lectores.

Así interactué con Frank Yerby: Mientras la ciudad duerme, Honoré de Balzac: Ilusiones perdidas, W. Somerset Maughan: El filo de la navaja, Rabindranath Tagore: Gora, Morris West: La Salamandra, los diez tomos del matrimonio Golon con “Angelica” yDostoyevski con su larga agonía de culpa en Crimen y Castigo… por nombrar algunos escritores que derramaron sus letras y yo algunas lágrimas mientras las ruedas pisaban las calles y avenidas de San Bernardino.

El Centro Médico cobijaba galenos con una amplia gama de las especialidades más reconocidos de la época. Por sus instalaciones desfilaron gobernadores, alcaldes, curadores de arte, escritores de recetarios de cocina criolla y hasta un presidente. Las conversaciones en la sala de espera sobre sus experiencias de vida, rutas de viajes, museos y demás enriquecieron mis fantasías.

Soñaba con viajar a Francia. Los pacientes comentaban que a pesar de ser tan joven, poseía un gusto innato en el vestir y en combinar accesorios. Yo solía usar mi creatividad para suplir mis escasos recursos económicos. Siempre tuve una actitud conmensurada de equilibrio entre lo mucho, lo poco y lo ostentoso, eso me llenaba de sentimientos contradictorios en mi entorno de trabajo.

Dado el alto estatus de los pacientes que asistían a la consulta, a veces me sentía un poco abrumada por los costosos perfumes que respiraba. Los hombres exhalaban la frescura de la colonia Vetiverde Guerlain, los bálsamos del pino silvestre, Atkinson, Agua Brava de Puig con fragancia de musgo y sándalo. Las mujeres lucían los cortes de pelo del momento y dejaban una estela de olores a su paso: Apple Blossom de Helena Rubinstein ligero, esencia floral; la fragancia atemporal del Chanel No 5, y el Opium de Yves Saint Laurent con su fragancia oriental, que impregnaban no solo las sillas y el aire, sino también mi vestido, cada vez que me abrazaban para despedirse.

Hubo momentos de amargo contraste. En una ocasión un muchacho de bajos recursos sufrió un accidente mientras maniobraba el estacionamiento mecánico de esa institución y, pese a los años de servicio en el hospital, no lo atendieron. Sentí una gran indignación ante esa injusticia.

Para no perder de vista esa otra realidad, de vez en cuando me asomaba por un largo pasillo ubicado en la parte de atrás del anexo B. Allí corre la quebrada donde se asentó el barrio los Erasos. Este barrio mostraba fuertes contrastes con la gente que asistía a la consulta. En una oportunidad presencié la furia que desató un aluvión que venía de la montaña, buscando su curso natural por la quebrada. Sus aguas arrastraron ranchitos, piedras, troncos, colchones y muebles. Se escuchaban los gritos, la zozobra, el retumbar de la fuerza del agua fangosa, desbordada. Las piedras chocando con las maderas empapadas de lo que antes fue un hogar.

Éramos varios los que observábamos aterrados la fuerza de la riada y la lucha de una madre desesperada que montó a su niño en un techo, sin percatarse de que se estaba deslizando. “¡Cuidado, el niño se va a caer!”. Todo era desorden, confusión y miedo. Nadie allí abajo nos escuchaba. Nunca olvidaré ese sentimiento de desamparo, la profunda sensación de abandono e impotencia. Pasé más de una semana con pesadillas relacionadas con ese triste evento, que luego reviví, aunque en la distancia, con la vaguada que ocurrió en el litoral.

Mientras trabajaba Centro Médico viví experiencias duras, como la muerte de mi padre, pero también muchas alegrías: en sus microscopios pude apreciar un microuniverso que me hizo afianzar mi gusto por las ciencias de la salud, y en sus pasillos conocí a mi esposo.

Recuerdo ese primer encuentro: él era el hijo mayor de mi enfermera guardiana. Apuesto, intelectual —un devorador de libros nato—, con cuerpo de kunfucista. Usaba lentes de carey negros. Quedó prendado cuando me vio por primera vez, según me confesó años más tarde, pero yo no tenía planes de noviazgo y estaba demasiado ocupada con mis actividades. Un día le comenté a mi compañera de trabajo que necesitaba un «caballero de honor» porque me habían invitado a una boda en calidad de dama. Ella dijo que habría que sortear a cuál de sus hijos le quedaba el flux para ocasiones especiales. Ambos estaban ansiosos porque querían acompañarme, pero el traje le quedó al mayor.

De caballero, pasó a novio y después a esposo. Nos casamos en la Casa Italia. La complicidad entre nosotros pervive, las largas caminatas todavía nos sorprenden agarrados de la mano. En el Centro Médico celebramos la llegada de nuestras tres hijas, registrando sus actas de nacimiento en la jefatura de la Candelaria.

Nuestro joven matrimonio tuvo que buscar vivienda muy lejos de San Bernardino. Nos traladamos a otra antigua hacienda de café, por el municipio Baruta: El Cafetal, donde se encuentra la urbanización Santa Paula.

El bulevar El Cafetal recorre la urbanización desde Chuao hasta la subida de Los Naranjos, como una serpiente que curvea suavemente su cuerpo por una amplia avenida con espíritu afrancesado, también llamada Av. Raúl Leoni, este último nombre muy poco utilizado. Sus aceras fueron construidas con criterio de urbanismo social —me atrevo a decir que son las más anchas que existen en Caracas— para que los peatones pudieran hacer largas caminatas protegidos de los rayos del sol por los árboles. Una inmensa fuente, ubicada a la altura de la intersección entre Caurimare y el bulevar, refrescaba el ambiente, pero se la tragaron la tierra, la desidia y la patología más mortal que sufre Caracas: la falta de mantenimiento.

Urbanización El Cafetal. 1964.

La urbanización Santa Paula es pura astronomía. Rodeada por la avenida Circunvalación del Sol, sus calles se llaman: Acuario, Aries, Géminis, Marte, Leo, Tauro, y Venus, que se convirtieron en la carta astral de nuestro andar como pareja y familia. Yo, típicamente capricorniana, con los pies pegados a la tierra y mi esposo, piscis, más soñador e idealista, era y es la perfecta ley de la complementariedad.

Los lotes del conjunto residencial Versalles tenían, por otro lado, nombres de piedras preciosas: Rubí, Saphir y Topaze, a nosotros nos tocó este último. En San Bernardino, cuando cumplí 16 años, una muy querida amiga a la que le perdí la pista —en esa época no contábamos con los teléfonos celulares o la virtualidad— me regaló un anillo con un gran topacio, un presagio previo a mi vida en ese edificio. Aún conservo el anillo y lo luzco en ocasiones especiales.

Durante esos años disfrutamos de un lindo y cómodo apartamento ubicado en el octavo piso, número ochenta y tres, que también pudiera realzar cierta sincronía con los números que salpican nuestra vida, en especial el ocho. Nos casamos un dieciocho, mi primera hija nació un dieciocho, mi segunda hija en agosto, mes ocho, me gradué de mi profesión en la UCV el ocho de diciembre y luego, nuevamente, cuatro años después, recibí en el Aula Magna el título del doctorado otro ocho de diciembre.

En el Cafetal descubrí un comportamiento social que se diferenciaba de San Bernardino. Había camaradería entre los vecinos del edificio; inclusive en algunas ocasiones se dejaba la llave para que una vecina pudiera recibir al señor que despachaba los botellones de agua. En Santa Paula la gente era más distante o no sé si más desconfiada. En trece años solo llegamos a interactuar con la vecina de al lado, la de enfrente y la conserje del edificio. Insólito para una comunidad que vive en una colmena vertical, delimitada de la calle por un muro y una reja.

A nadie nunca se le ocurrió tomar el salón de fiesta y convidar a todos los inquilinos a cocinar algo sabroso y montar un tinglado para alegrar los cuerpos y despejar las mentes encuevadas. En las reuniones de condominio me costaba reconocer a los vecinos.

El paso del tiempo en El Cafetal se nota entre rincones que nunca se han modificado y otros totalmente devorados por el concreto. Justo en frente de mi residencias solía haber un amplio terraplén lleno de vegetación que nos brindaba una sensación de naturaleza viva combinaba con la urbe. Cinco caballos guiados por jóvenes brindaban la posibilidad de que niños que solo veían el mundo desde los balcones pudieran cabalgar por unos cuantos bolívares hasta 6 vueltas, incluyendo algunos galopes. Mi esposo llegó a cabalgar hasta la Guairita junto con nuestra hija mayor, yo no logré avanzar más allá de acariciar la frente o el dorso húmedo de los musculosos caballos.

Dicha área de esparcimiento desapareció por la construcción del Centro Comercial El Sol, y tres edificios habitacionales. Los caballos fueron desplazados hacia la Hacienda Vista Arroyo que se encuentra vía la Guairita. Actualmente, en el restaurante se puede disfrutar el desfile de caballos y vacas, acompañados de música llanera, mientras se saborean carne en vara, arepitas con nata y ensalada de aguacate.

Los vecinos protestaron en vano por la invasión del concreto en la zona. Algunos se consolaban pensando que en el nuevo centro comercial habría carnicería, farmacia, negocios varios, un inmenso supermercado CADA, sustituido hoy en día por el nuevo concepto de farmacia, Locatel. Nadie concientizó el estancamiento que implicaba, cómo se perdería aquella estampa de apenas cruzar la calle para comprar lo necesario, contemplar las calles, las aceras, los carros y las flores de los araguaneyes, compartir con los caballos.

Después desde lo alto de Santa Paula vimos cómo surgió al final del bulevar el Centro Comercial Plaza las Américas, con múltiples tiendas y dos salas de cine que el tiempo se tragó, un gran estacionamiento que luego fue ocupado por el nuevo Centro Comercial coexistiendo con el viejo. Recuerdo también como anécdota que los vecinos contaban que en una de las zonas más viejas del Cafetal, que algunos llamaban el “adecal”, había una quinta cuyo nombre era “no soy adeco”, y en la casa vecina decía “yo tampoco”.

Al aproximarse la llegada de mi segunda hija, decidimos mudarnos para una casa que tuviera jardín, con la idea de brindarles a las nenas la oportunidad de interactuar con la naturaleza y con mascotas. Tuvimos pollitos (ganados en competencias de cumpleaños), conejitos, acures, tortugas, morrocoyes, hámsters, loros, periquitos Agapornis, parejas de perros, gatos y, al final, terminamos con un monito capuchino, rescatado de un grupo de bárbaros que jugaban con él al tiro al blanco.

Uguim llegó traumatizado, pero mi hija menor, con enorme paciencia y amor, fue poco a poco logrando una fuerte conexión con el animal, que terminó confiando en ella. A Uguim le encantaba encaramarse de la mata de granada para contemplar el paisaje y era rápido para robarse la azucarera cuando servíamos el café en el porche.

La interacción que la familia tuvo con el monito fue tan fuerte que se extendió a las visitas. Cuando llegaban a la puerta de la casa, antes de saludarnos, preguntaban “¿cómo está Uguim?”. Murió tiempo después, creemos que lo picó un alacrán. Todos lo lloramos.

Supe años después que la segunda de mis hijas había escondido dos boas constrictor en el clóset de su cuarto, completando así el zoológico familiar. Este hecho contó con la pícara complicidad de mi hermano, la madrina, el papá, y la muchacha que trabajaba en la casa, a pesar del terror que esta última les tenía a las serpientes. Nunca me di cuenta ni sospeché del desfile de ratoncitos blancos sigilosamente camuflajiados que subían por la escalera de la casa para alimentar las serpientes. Cuando me enteré sentí que el cabello de mi cabeza se elevaba como un helicóptero y los vellos de mis brazos saltaban de miedo.

Santa Paula, aun siendo considerada una zona de relativo bajo riesgo delictivo, es una urbanización que tiene alrededor de ocho salidas característica que en los años 80 se prestaron para un sinnúmero robo de carros. De nuestra propiedad se llevaron tres vehículos.

Todos los habitantes de El Cafetal hemos vivido las interminables filas de carros del bulevar. Un monstruo aplastado sobre el asfalto, sin moverse. Solo se escucha el latido de los motores y el humo exhalado por la salida de los tubos de escape. He pasado horas entre el semáforo de Santa Paula y la salida de Chuao que desemboca en la avenida Rio de Janeiro. Me distraía comiendo arepas, poniéndome brillo en las uñas, repasando clases y seminarios o escuchando música.

Uno de esos días de trafico insoportable sentí la necesidad de hacer algo fuera de la rutina. Mis ojos buscaron inquietos en la guantera y los bolsillos del carro. Conseguí un lápiz y una de esas facturas de supermercado que parecen largos chorizos de papel. Casi sin pensarlo, envuelta en una mirada interna, empecé a escribir un extenso poema dedicado a mis hijas. Así comencé a desviarme de la ciencia, así comencé a buscarme en la magia de la escritura, mojada de recuerdos, imaginación, miedos y atrevimientos.

Con la crisis del país se produjo el advenimiento de los «bachaqueros», que compraban productos subsidiados y los revendían al doble de su precio. Las filas de gente cubrían tramos importantes del bulevar. Era frecuente ver cómo la miseria y las necesidades se tropezaban con la avaricia sin escrúpulos y cómo las angustias y el desvelo de unos contribuían a que personas sin escrúpulos se aprovecharan de la situación.

 

Regreso a la casa: El Cafetal, siendo parte de la urbe con varios centros comerciales y otras características de ciudad moderna, está ennoblecida con muchos árboles frutales. Colinda con el Hatillo, donde se encuentra la Cueva del Indio, sitio de esparcimiento y excursiones rodeado de abundante vegetación que empuja a animales que no parecen propios de la ciudad hacia los jardines de las casas más cercanas. Así, nuestro hogar ha sido amablemente visitado por guacamayas de esplendidos colores, guacharacas con su bullicio despertador a las seis de la mañana, cuatro ardillas que hacen el amor en mi jardín bajo el ojo vigilante de la gata cazadora, lagartijas y varias serpientes y alacranes.

Por eso siempre recuerdo los criterios sine qua non de la escogencia de la casa donde habito con mi familia desde hace muchos años. Además de que tuviera un jardín con muchos árboles, hubo algunas otras condiciones: que la ubicación fuera en Sta. Paula, que tuviera muchos rincones con madera, y que desde sus espacios y ventanales se viera la montaña El Ávila. Así se cumplió el deseo, nos mudamo en la otra dirección de la Circunvalación del Sol. La montaña es el escape momentáneo de los no lugares que en ocasiones más disfruto.

Por las mañanas la observo al abrir la ventana de mi cuarto. Hago votos de presencia manifiesta. Mi agenda es más «laxa» que antes y trato de incluir promesas de abordar sus caminerías, fuente de aguas naturales, flores y fauna, con más frecuencia.

Mi amada montaña, me adentro en tus entrañas, me vuelvo una contigo incluso en la pandemia, te hago mía en una posesión platónica, desde adentro la siento, la veo, la escucho. Hago mi ritual con los pies descalzos, abrazo un árbol y luego acomodo mi cuerpo sobre un peñasco. Me dispongo a respirar los árboles, las flores, percibir cada sonido natural, la humedad del entorno, el olor de la tierra de la montaña. Suscito todo lo que sea necesario para que mi mente consiga borrar la rutina y sacudirme un poco el cansancio de la urbe.

No hay que espabilar los ojos, por lo contrario, más bien entornar la mirada y contemplar desde arriba la ciudad. Verdosa, apacible, con los ruidos en pausa, cobijada por nubes en el oeste acariciando las torres del Silencio y de Parque Central. Solo hace falta extender la mirada con visión panorámica y las fachadas multicolores del inmenso cerro de Petare se mezclan con sus matices, sin perturbación de quienes viven allá abajo. Las nubes se descargan igual en el este que en el oeste, igual beben las flores y rebrotan las ramas y la entrega gratuita de las matas de mango esparcidas por las calles.

No me consuelo, con la capa extendida de verde que recorre toda la ciudad, que oculta las bellezas apagadas, con sus esquinas desperdigadas de basura, producidas por un pueblo que por muchos años ha sido incapaz de exigir el reciclaje de sus desperdicios, ahora a menudo esparcidos por las manos hundidas en el desamparo y la necesidad. De nada sirve voltear la cabeza para no verlos, están allí, frente a nuestra tristeza, embalsamados con un toque de apatía… que cuando mucho llega a la caridad esporádica, envuelta en un disfraz para el alma.

Solidaria mi Caracas, plácida verdosa, del oeste al este, del norte al sur.

Sentida mi Caracas, con la mayoría de las lesiones superficiales que desde arriba de la montaña no se ven… y las profundas, las que dañaron su hígado.

Amorosa mi Caracas, tiene su propia vibración electromagnética, que le da un influjo de miel, sostén de vida, esperanza y sueños. Capitanea “un país que conserva espacios naturales fascinantes y memorables” como dijo una compañera del curso Menoría Urbanas, dictado por el escritor Ricardo Ramírez. Percibo que siempre será un país rescatable, que todavía no ha sido completamente devorado por el concreto y la desidia. Un alma viva que en este momento está enferma. Pero no se descartan las cosas enfermas que amamos, más bien se lucha fuertemente para rescatarlas. Venezuela es todavía una pelota que rebota en las manos de los niños y los jóvenes. Nada de eso se ve desde arriba, desde El Ávila, simplemente se intuye.

Decidí explorar los “no lugares” de mi ciudad a partir de la “no tristeza”, por lo menos no en este momento, no en este texto, sino, más bien, corresponder sus convulsionadas dolencias con un aliento de calma, entre San Bernardino, Santa Paula y El Ávila.

 

Este texto fue producido durante el taller de Literatura biográfica y memoria urbana dictado por Ricardo Ramírez Requena.

 

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