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Certidumbre ante un Mundo Incierto

La música es una forma de certeza. Luce inocente, a veces hasta la asumimos como algo intangible. Pero entrar en su espacio es permitir que nos toque por dentro. Que nos recorra vísceras y piel, y se apropie de nuestro estado de ánimo. Que nos arrope y nos impulse a imaginar y reflexionar. Una “magia” que hace posible la comunión en el arte: es en tanto es compartido. Certidumbre ante un mundo incierto.
Eso fue lo que vivimos el pasado sábado 9 de abril en el concierto Mundo Incierto, estreno mundial de la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, en la Asociación Cultural Humboldt, teniendo como solistas a la violinista María Fernanda Montero (La Primavera Incierta / La Humanidad) y al violinista Alexis Ramos (La Primavera / Vivaldi).
Su directora —la maestra Elisa Vegas—, y su equipo convocó a Provita, al Observatorio de Ecología Política, Lata de Agua y a Ciudad Laboratorio, a formar parte de esta singular experiencia musical, surgida de una preocupación planetaria: el calentamiento global y el cambio climático y de un experimento: someter las Cuatro estaciones de Vivaldi al filtro de algoritmos vinculados con pronósticos de ese calentamiento a 2050 en las diversas regiones del mundo. Un experimento global, The Uncertain Four Seasons, en el que participaron 14 orquestas del mundo, entre ellas la Sinfónica GMA, a quien le correspondió interpretar esta primavera intervenida. Una primavera incierta, distorsión armónica de cómo sonaría la obra de Vivaldi (1725) en el 2050. Duro corroborar que, a pesar de conocer el problema del cambio climático, ver noticias del impacto ambiental que incluye desastres y calamidades, por acá seguimos actuando como si no formáramos parte del planeta, como si nunca nos afectará a nosotros. Por eso planteamos un cambio de enfoque: mirar más cerca al planeta, que lo tenemos ante nuestras narices.

Imágenes del ensayo previo al concierto
En el concierto, que incluía tres obras hilvanadas a través de la narración de Andrea Matthies, cada organización expuso planteamientos en torno al desafío que enfrentamos. Nuestro director, Cheo Carvajal, dirigió las palabras que compartimos a continuación a una sala llena en la que todos vibramos ante esta inquietante primavera que nos depara el futuro si no actuamos ya.
De pequeño no recuerdo haber escuchado en la escuela aquella frase que mucho tiempo después apareció hasta convertirse en cliché: ¡cuidemos el planeta! La frase no fue suficiente para evitar que millones de toneladas de plásticos terminaran en el mar. Decirla, quizás, era simple desahogo, sin mea culpa.
En las últimas décadas esa frase comenzó a sonar más grave: ¡salvemos el planeta! Cada vez más personas la enarbolan… pero los glaciares siguen derritiéndose. A pesar del justificado dramatismo, en este territorio que habitamos no se perciben cambios sustantivos en las formas de movernos, de consumir, de organizar nuestras ciudades. Tampoco se perciben cambios significativos en una cultura urbana que por igual despilfarra agua que arrasa árboles. Podríamos llamar a esto una disonancia, no musical, sino cognoscitiva.
Pareciera que el planeta sigue entendiéndose como algo distante. Salvarlo pasa por acopiar datos y frases alarmantes de aquello que vemos como desde la ventanilla de una cápsula espacial. Visto así, a veces con buena fe, terminamos normalizando esa disonancia. Suena desafinado el planeta, nos duele, pero no encontramos la ruta para restablecer la armonía.
Nosotros pensamos que toca actuar en la escala del aquí y el ahora. Reenfocar esfuerzos. ¿Queremos salvar el planeta? Asomémonos a la ventana, abramos las puertas de nuestras casas: el planeta está en la esquina, en la calle que habitamos. Y ese planeta muere un poco cada vez que talamos o mutilamos un árbol en defensa de nuestros intereses particulares. Muere otro tanto cuando nuestros desechos, escombros y cachivaches encuentran las orillas de ríos y quebradas. Muere un poco cada vez que nos montamos en el carro para ir a comprar pan (¡comprar pan ha de ser invitación diáfana para movernos a pie!).
Toca construir ciudades con el pan –el café, la farmacia, el bar, el centro cultural, la plaza, el parque– cerca de casa. Una ciudad donde nos reconozcamos mirándonos de cerca. Esa sería una buena manera de reducir el impacto ambiental, nuestra huella de carbono.
Puede que el planeta de tu esquina luzca saludable, estable. Incluso puede que sea realmente hermoso. Pero si dos calles más allá el planeta se está secando en sus horrores, de nada sirve aislarnos en nuestra dulce burbuja.
Apuntarse al bienestar de toda la humanidad implica comenzar por construirlo con quienes están a nuestro lado, porque, insistamos: el planeta —además del bosque, la selva, el mar, el aire—, también es ese en el que nos movemos día a día. Y si no entendemos que lo que vemos a través del parabrisas y el retrovisor es el planeta, este se nos vuelve abstracción. A veces el paisaje —una estela de árboles mutilados o talados— se hace invisible con buena música de fondo y aire acondicionado.
¿Queremos hacer algo concreto contra el calentamiento global y el cambio climático? Empecemos por asuntos sencillos que tienen que ver con nuestra propia voluntad de cambio: bajarnos del carro de vez en cuando, proteger el árbol que tenemos frente a nosotros. De ser posible, sumémonos a la noble labor de reforestar la ciudad que habitamos y caminemos bajo la sombra de sus árboles.
¿Así salvaremos al planeta? No podríamos asegurarlo. Lo que sí podríamos afirmar es que así sonaríamos más afinados con esta causa.